La Esférica ciudad – un cuento de Sergio Colautti

Arte y cultura 13 de marzo de 2023 Por Sergio Colautti

LA ESFÉRICA CIUDAD

Cuando Pablo Cantos no supo qué hacer con su domingo salió a caminar por la ciudad esférica. Cruzó la calle que lo alejaba del supermercado con los carteles descoloridos hacia la farmacia, donde no pensaba entrar porque su caminata sería, según lo decidió, para perder el tiempo y cuando debió detenerse, en plena calle, para esperar el paso de un auto gris que pasaba, miró al interior del coche. El conductor, que hablaba gesticulando con una de sus manos mientras apoyaba la otra en el volante, miraba continuamente a la mujer que estaba a su derecha; los dos, seguramente padres del niño que viajaba atrás, con un perrito de juguete en sus manos.

            Las pocas veces que Agustín Carrizo, desde el asiento trasero del auto gris de sus padres, miró a la gente que caminaba las calles esféricas de la ciudad, notó caras concentradas, cuando no enojadas, atravesando las veredas. Por eso prefirió creer que el perrito era real, que ladraba, que pedía comida, mientras el recorrido del auto le indicaba que, otra vez, llegarían a casa de Roberto y Laura, y otra vez se saludarían amablemente hasta que apareciera alguna discusión y, otra vez, sus padres le ordenaran subir al auto y volver, furiosos, de nuevo a casa.

            Casi nunca la infancia volvía como un escenario amable en los sueños de Laura Podestá; después que decidió vivir con Roberto, en la casa que fue de sus padres, las pesadillas la agobiaban al punto de concebir el momento de acostarse como una amenaza y el despertar como un alivio. A veces, lo peor de su pasado se arremolinaba con fiereza en las noches que volvían como si recorrieran una esfera siniestra; otras veces la despertaba Roberto, asustado por su temblor. Era mejor la vigilia, con los ojos abiertos, los pesares cotidianos y hasta la voz del patrón, don Egidio, de quien temía su voz de mandón y su figura torpe.

            Esas cosas se podían ver en el campo, con la fresca, cuando empezaban las tareas. Apenas desayunaban los hombres y las mujeres que ayudaban en el galpón, contaba don Egidio, era bueno salir a madrugada abierta y ver el sol que aparecía, amarillo y rojo, según el día, sobre el horizonte curvo de la llanura imposible, como si dibujara una redondez de la que se veía solo un fragmento, y que después se achataba hasta ser llano, línea recta, pura horizontalidad. Y, sin embargo, decía ese viejo bruto, con apenas cuarto grado, lo real no era lo recto, era lo curvo. Cuando veía a Lorenzo, el más chico de los peones, llevando los tachos de leche con Manolo, Julia y Laura, le gustaba imaginarlo recorriendo el campo interminable y volviendo del otro lado, como si fuera redondo.

            No más de dieciocho años y ya estaba terminando el secundario en la misma escuela a la que asistió desde el jardín. Era la más cercana al campo y todo era más fácil así. Una obsesión lo perseguía: no podía dejar de escribir, no podía pasar un día sin convertir en escritura todo aquello que lo asombraba del mundo que aún se le escapaba, como un pez entre las manos. Escribir desde su nombre, Lorenzo Azcurra. Ensayar textos desde la intuición que presentía como sentido final de sus relatos: el movimiento del tiempo es circular, pensaba, el espacio es una esfera girando en ningún lugar, las muchas vidas se conectan invisiblemente para ser, sin proponérselo, un tejido único con incontables tramas vinculadas.

Lorenzo presiente la existencia orbital de esas vidas. También su disolución. Y comienza a escribir: “Cuando Pablo Cantos no supo qué hacer con su domingo salió a caminar por la ciudad esférica. Cruzó la calle que lo alejaba del supermercado con los carteles descoloridos hacia la farmacia, donde no pensaba entrar porque su caminata sería, según lo decidió, para perder el tiempo y cuando debió detenerse, en plena calle, para esperar el paso del auto gris que pasaba, miró al interior del coche. El conductor, que hablaba gesticulando con una de sus manos mientras apoya la otra en el volante, miraba continuamente a la mujer que lo acompañaba; los dos, seguramente padres del niño que viajaba atrás, con un perrito de juguete en sus manos”.

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