Lectura de "De dónde viene la costumbre", de Marie Gouiric.

Arte y cultura21 de marzo de 2023 Por Sergio G. Colautti

La voz desnuda   


         “Los días eran tamariscos en las vías,
mariposas dejadas en libertad al caer la tarde porque éramos enseñados buenos. Probar el girasol que caía de los cargueros que los noventa dejaron
librados a su suerte insalvable de volverse galpones abandonados,
pueblos grises con un montón de
pedazos de óxidos viejos”

Marie Gouiric, Por dónde saltar


 Marie Gouiric, joven poeta y narradora bahiense, ha escrito una sorprendente primera novela. Los tres datos apuntados ratifican una percepción que gana consenso en la mirada crítica: una buena parte de la mejor producción argentina de estos años la escriben mujeres jóvenes, muchas del interior del país. Consolidando esta perspectiva, De dónde viene la costumbre se instala a su vez con aciertos singulares y distintivos. 

 Un hallazgo notable de la escritura de Gouiric (en la que no se disimula un trabajo poético artesanal sobre la palabra y sus modulaciones) es lo que aquí denominaremos el sentido latente. La narración propone una perspectiva plural: la experiencia vital de una familia en el interior pobre, herido y desesperanzado, viviendo a metros del ferrocarril entre chapas y dolencias. No hay descripción como denuncia ni romantización, se eluden todos los registros de la narración sapiente o didáctica. Apenas la palabra de los personajes: Ismael, Elena, los hijos, cada uno en el tono exacto de un lenguaje tan rústico como fresco para ser creíble y transparente. Cuando aparece la narración, que sostiene los relatos para entretejerlos en la trama común, el mismo tono, el mismo aliento mantienen a la escritura alejada de cualquier explicitación analítica. 

 El sentido latente atraviesa todo el texto porque las causas de las historias no se exponen ni se abordan sino a través de la sutileza del relato múltiple. El sentido siempre flota, late, subyace detrás de lo que se enuncia, jamás deja ver su rostro sino en la opacidad del discurso resquebrajado y triste de las mujeres y hombres que desandan la novela. 

 Dos episodios anudados en la trama, en la superficie cuidada del texto, sobresalen para dar indicios de lo que se insinúa sin pronunciarse: el inicio de la novela, con un episodio que podría haber sido trágico, es disipado por el relato general, para que su sentido latente se pueda escamotear sin desaparecer a lo largo de la narración: 

 “La rama se cortó y juntas se desplomaron sobre la tierra. La rama siguió sujeta a la soga y la soga sujeta al cuello. Quien desobedeció fue el árbol que soltó la rama, y con ella la soga, y con la soga el cuerpo. Antes de desmayarse y abandonar la sequedad de la tierra, vio los yuyos moverse: un oleaje cálido y parejo con el viento suave de marzo. Cerró los ojos.” (1) 

 En medio de los relatos familiares, otro acierto: las idas y vueltas por las iglesias del lugar, buscando cobijo y razones para sostener las existencias, además de potenciar con ironía y lucidez la compleja relación entre pobreza, religión, resignación y esperanza, abren el juego a los relatos dichos y escuchados en los templos, como otro tejido de testimonios desde donde se compone y resignifica, también, el sentido latente. 

 El itinerario de Ismael, desde su trabajo en la oleaginosa, el despido y la compra del taxi es relatado en la iglesia barrial como una prueba de Dios y el nuevo trabajo como un regalo divino. El recorrido narrativo despliega mejor que un tratado socioeconómico la decadencia social y la resignación que desarticula cualquier rebeldía. Ese sentido latente no se expone ni se propone, pero palpita en el texto con más fuerza que cualquier argumentación racional. 

 En uno de esos relatos aparece (como si saliera de las misas del barrio) la historia bíblica de Isaac, Rebeca y sus hijos, que funciona como espejo cóncavo-convexo con la historia de Ismael, Elena y los suyos. La tristeza, entonces, deja de ser local para que la latencia del sentido acuda desde el fondo de la historia. 

 Es esa palpitación la que deja ver la rudeza del hombre que cuida y castiga, que acompaña y violenta como el vaivén indetenible de la costumbre; la que deja escuchar la palabra de la mujer, acosada y acorralada; la que permite vislumbrar el cerco de la pobreza irremediable en la mirada de los chicos; el desprecio de la explotación en los días que desgrana el relato del padre.

 Los relatos discurren y se entrelazan. La joven escritora bahiense ha logrado el punto exacto del lenguaje, su tono preciso y verdadero, para decir un drama existencial en clave familiar. La voz está desnuda, para que la novela sea. 

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