LA CUESTIÓN PEÑALOZA

Arte y cultura 07 de abril de 2023 Por Sergio G. Colautti

“¿Cómo será la patria dentro de 100 años? ¿Quién nos recordará? A nosotros,

¿quién nos recordará? Sobre esos sueños escribo” 

       R. Piglia, Respiración artificial (1980)

Olta, 12 de noviembre de 1863. La historia argentina se concentra en la tarde inacabada. 

El sol implacable del llano vigila, junto al capitán Roberto Vera y algunos soldados, el arresto del General Ángel Vicente Peñaloza, el Chacho; las manos atadas por una soga, sentado en la cama, mirando el piso de tierra, el tiempo por venir y el estrépito de las luchas,  las heroicas y las insensatas también.  

Dos naciones posibles disputan el sentido de la historia y se agolpan en esa tarde riojana; la dura confrontación, hasta el umbral de este día único, se reconocía en la tensión verbal, agria y descarnadamente discursiva. Los dos mejores escritores del siglo XIX construyen desde la arena del lenguaje atravesado por ideologías y pasiones encarnizadas las imágenes del final del Chacho. José Hernández  respira el aire de Olta y dice la muerte inconcebible: 

“Vera lo lleva a uno de los cuartos e informa al mayor Irrazábal, que no tarda en aparecer. Entra al cuarto y pregunta de un grito  “¿Quién es el bandido del Chacho?”. Una voz calma, desbordante de buena fe, le contesta: “yo soy el general Peñaloza, pero no soy un bandido”. Inmediatamente, y sin importarle la presencia del hijastro y de doña Victoria Romero de Peñaloza, el mayor Pablo Irrazábal toma una lanza de manos de un soldado y se la clava en el vientre al general. Después lo hizo acribillar a tiros. Y mandó cortarle la cabeza y exhibirla clavada en una pica en la plaza de Olta”  (1)

Sarmiento, desde San Juan, piensa, trabaja y escribe la persecución del Chacho definiéndolo como emblema de la barbarie por la precariedad de la palabra: la tensión entre unitarios y federales se define, como lo expone en Facundo, desde la posesión de la palabra alfabetizada: 

“Su lenguaje era rudo más de lo que se ha alterado el idioma entre aquellos campesinos con dos siglos de ignorancia, diseminados en los llanos donde él vivía; pero en esa rudeza ponía exageración y estudio, aspirando a dar a sus frases, a fuerza de grotescas, la fama ridícula a que las hacía recordar, mostrándose así cándido e igual al último de sus muchachos” (2)

Cuando la tarde riojana se desvanece, cuando la lanza del chileno Irrazábal ha derribado a aquel hombre descripto como “un hombre de setenta años que estaba en lo más alto de su influencia, con provincias enteras que aceptaban su voluntad amable y serena” (3) Sarmiento piensa y escribe lo que piensa: 

“Los salteadores notorios están fuera de la ley de las naciones y sus cabezas deben ser expuestas en los lugares de sus fechorías” (4) 

 El hombre que pensó al país como un dilema dicotómico que marcó su historia: Civilización o barbarie; el escritor que diseñó los modos de pensar, decir y construir una patria desde el desierto como página en blanco; el político obsesionado con el progreso modernizador y humanista, justifica el asesinato del Chacho, los modos del crimen y los signos que recogerá la historia y su sentido. El filósofo J. P. Feinmann focaliza, también, la tarde de Olta y la escritura sarmientina para entender los vericuetos paradójicos de la experiencia nacional: 

“No hay que dudarlo: si uno quiere saber cómo y por qué se mata en nombre de la civilización, hay que leerlo a Sarmiento” (5) 

Ya en los tiempos de la lucha interna, Vicente Fidel López, historiador crítico de Rosas, repensaba los trágicos sucesos advirtiendo las crudas contradicciones que enmarañaban la realidad hasta confundirla y contradecirla: 

“Pero si el autor de de Civilización y barbarie copió a los sicarios de Rosas al clavar en una pica y exhibirla en una plaza la cabeza de un jefe vencido, tuvo el mérito de la originalidad de sus procedimientos con la esposa del Chacho. A esa infeliz señora, por el solo hecho de ser la esposa de Peñaloza, se la sometió a todo género de vejaciones y se la hizo víctima de los tratos más indignos” (6) 

En la inconcebible violencia que conforman y significan los sucesos  de esa tarde riojana se cifra la distinción que merece ser apuntada: las contradicciones que deparó la lucha de sables y de lenguajes entre los “civilizados” y los “bárbaros” explotan en el calor de ese día, en Olta, para dar lugar a otras significaciones: el odio de la violencia política se coloca más allá de las disputas, incluso de las violentas luchas internas entre unitarios y federales. Desde esa tarde aparece la cuestión Peñaloza: se violenta la dignidad del otro, se desprecia al enemigo al límite del exterminio visible, saludado incluso por el discurso justificatorio. 

El lenguaje, como tantas veces, intenta sostener los sucesos, diciendo los pliegues de la disputa real y simbólica. Pero cuando aparece la cuestión Peñaloza como cristalización del exterminio convertido en mecanismo del odio político, el lenguaje se diluye, pierde su función y su sentido, se desvanece en sombras. Si el escenario ha sido ocupado por la violencia extrema y deshumanizada, entonces no hay sitio para la lucha de los lenguajes porque es el lenguaje el que ha sido desplazado. 

¿Cómo decir, qué más decir cuando cae la tarde riojana del 12 de noviembre de 1863? 

Otros episodios prefiguran esa tarde de la caliente muerte: el fusilamiento de Dorrego a manos de Lavalle (General a cuyas órdenes trabajó el joven soldado Peñaloza, para extender y comprender las sangrientas vacilaciones de la historia) ( ) o la expanden en la experiencia contemporánea: el brutal asesinato del escritor Rodolfo Walsh, cifra de los estragos del terrorismo estatal y embrión lastimoso de lo que vendría. Los signos que configuran esos hechos reconocen variantes e invariantes: persecución, secuestro, fusilamiento, degüello, desaparición; pero juntos dan cuenta de la violencia inenarrable, la crueldad donde el lenguaje se vacía, se convierte en mueca, en síntoma, en angustia interrogada. 

Pero también es regreso circular  a la tarde en la que Irrazábal le quitó la lanza a uno de sus soldados para traicionar la serenidad del Chacho, sangrante y dolido bajo el calor ingobernable de la historia.  

1- Hernández  José, Vida del Chaco. 
 2- Sarmiento D.F., El Chaco, último caudillo de la montonera de los llanos. 
3- Katra William, La generación de 1837. Los hombres que hicieron el país. Bs As, Sudamericana. Pág. 298. 
4- Sarmiento D F, El Chacho, último caudillo de la montonera de los llanos. 
5- Feinmann J. P., Civilización y barbarie, Página 12, 20-11-11. 
6- López V. F., Historia de la República Argentina, vol VI, pág. 629.

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