Heridas

Arte y cultura26 de julio de 2023 Por Sergio G. Colautti
Lecturas / Las malas, de Camila Sosa Villada

Heridas 

                                                                                                       

                                                                                                     

“Amigo, a la mujer de la vida no hay que tenerle lástima.

No hay mujer más perra, más dura,

más amarga que la mujer de la vida.

No se asombre, yo las conozco. Sólo a palos se las puede manejar”

                                                                   R. Arlt, Los siete locos; Las opiniones del Rufián melancólico. 

Entre los libros  que se ofrecen en la mesa de novedades está Las malas, de Camila Sosa Villada. Es una buena opción para continuar buceando en el mar de la nueva literatura cordobesa, ese realismo profundo  que se despliega como un abanico distinto y productivo en el nuevo siglo. 

La solapa cuenta que la escritora nació en La Falda en 1982. Y da cuenta de sus propuestas teatrales, audiovisuales, literarias. El prólogo de Juan Forn, que dirige la serie Rara Avis sorprende con un dato que zambulle al lector directamente en la cuestión del texto: “A los cuatro años, cuando Camila Sosa Villada era todavía Cristian Omar…”   Desde ese sitio, la novela se adivina  como escritura autobiográfica, y comienza una inquietante danza entre el relato sobre la problemática del travestismo en una Córdoba invisible y nocturna, un texto que cruza la invención fantástica con la descarnada realidad y una escritura que se afirma en las crueles opacidades de lo cotidiano para esbozar algunas  visiones de la belleza humana, frágiles pero luminosas, en la ciudad que agobia. Eso se lee ya en los primeros capítulos. No se sospecha, en ese punto, cómo se ramificará la historia de las travestis en el Parque Sarmiento, alrededor de la estatua  imponente de Dante Alighieri. Sí se sospecha cómo podría fruncirse el ceño duro del Padre del Aula, cómo podría perder su verticalidad gloriosa el Dante, pensando en Beatriz allá arriba, viendo y leyendo lo que sucede abajo y alrededor de ese parque en la profundidad de la noche, donde el mundo es otro. Hasta aquí la lectura sorprende; hasta aquí, lo descripto convoca al estupor. 

Interrupción. La escritura crítica sobreviene antes de la lectura final; ansiosa y provisoria, va dando cuenta de una mirada en progreso. Dice una lectura irremediablemente inconclusa, imagina o sospecha el resto no leído, produciéndose…

En la página 37 aparece la Tía Encarna. La matrona que cobija en una casa rosa a las travestis que pueblan el parque en la oscuridad esperando los coches lujosos que se detienen y la policía que intimida y arrincona. Leyendo estos capítulos se agiganta esa figura: ¿Qué será de esa mujer en el correr de las páginas? ¿Cómo sobrevivirá a los tironeos lacerantes que le asesta la realidad? Mientras la lectura parcial se abre a esas interrogaciones, conocemos que ordena recoger y criar a un bebé perdido en el abismo del parque oscurecido. Sabemos también que tiene un novio extraño: el Hombre sin Cabeza, que viene de las guerras en una patria lejana e incomprensible. Ese dato, sumado a la edad garciamarquiana de la Tía Encarna, ciento setenta y ocho años, desliza el realismo biografista hacia un perfil fantástico que incorpora  intersticios sorprendentes a una trama que parece compacta: por esos agujeros se cuela el sentido más profundo y simbólico de la novela: la potente realidad descripta se deja atravesar por las magias que también dicen la desmesura trágica del drama, con cuerpos de hombres que la violencia mutila y cuerpos de mujeres que soportan larguísimos años de dolor y desprecio. 

Cuando la lectura recorre, ahora, los recovecos del pasado infantil y los comienzos del travestismo, se vuelve sobre sí. La figura del padre borracho, golpeador, su gesto monstruosamente acusador, reaparece como una obsesión narrativa para colocarse en el centro de la historia: el origen violento del drama está ahí y se repite en las escenas que la memoria devuelve a cada paso como reiteración de ese hecho fundador, en cada esquina, en cada auto, en cada cama. La página 60 y luego la 61 obligan a detenerse en el vértigo biográfico. Se dice, en esos fragmentos, algo más: “No hubo policías ni clientes ni crueldades que me hicieran temer del modo en que temía a mi papá. En honor a la verdad, creo que él también sentía un miedo pavoroso por mí. Es posible que allí se geste el llanto de las travestis: en el terror mutuo entre el padre y la travestis cachorra. La herida se abre al mundo y las travestis lloramos.” La lectura no llega, hasta aquí, ni a la mitad del libro, ya hemos descubierto que puede desplegar con buen oficio el itinerario singular de la historia, pero acabamos de leer un fragmento que cobra vuelo, que piensa y se piensa en la condición humana como herida, como llaga, que inflige el padre, los muchos padres, el mundo como padre. ¿Qué otros padres como heridas desandarán el texto? Página 62: “Era demasiado horrible todo para querer ser un hombre. Yo no podía ser un hombre en ese mundo”. 

Interrupción. Esta lectura parcial, este hasta aquí, implica el texto todavía no leído, la lectura que vendrá. No hay no lectura, hay lectura que aguarda. ¿Se interrumpe el texto cuando se escribe desde él? ¿Es una lectura interrumpida o una irrupción de otra lectura, escribiéndose? 

Desde la página 92 la narración elige un presente extraño: “soy un niño todavía…” que intenta contar como cuando se vuelve a ver, y se ve una infancia amenazada y pobre, en las sierras de Córdoba, el sitio incómodo del niño en la escuela, el espacio trágico del terror paterno. Otra vez, la construcción simbólica gana el territorio textual y la novela levanta vuelo: se describe la mirada de los animales atrapados en jaulas, feroces y llenas de odio, se sobreimprime ahí la mirada del padre y el símbolo se completa como contraposición cuando el recuerdo vuelve sobre la mirada de un cliente querido, un hombre bueno que acude a su cuerpo para huir de las miradas feroces del mundo y su desgarro. 

Natalí, en su cuarto, encerrada con candados una vez al mes, cuando la luna llena gobierna la noche plateada del parque. Cuando eso sucede, deviene la transformación: séptima hija varón, se convertía en lobizona dejando crecer sus colmillos y su furia. En otro escape fantástico, que se liga con las tradiciones de la cultura popular (travistiéndola: del séptimo hijo varón nace no un lobizón sino una lobizona): “era dos veces loba, dos veces bestia”.  En la inmediatez del relato leemos una transformación en sentido contrario; dos chicos de clase media visitan la casa de la Tía Encarna para ser mujeres de noche. La tensión de clase, de lenguaje, de miradas, eclosiona en el tránsito cotidiano y deja entender al travestismo como un signo de los habitantes de una intemperie absoluta, no de los que visitan ese universo para desempolvar sus deseos solo de noche. En otro pasaje la mirada recorre, ahora, a la Difunta Correa a los diez años, violentada por el padre: como una danza que vuelve a rescatar la mitología popular, entre difuntas y lobizonas, para reconvertirlas o travestirlas en referencias propias, íntimas, secretas.  

Azotada por la violencia y el desprecio del mundo, las travestis alimentan su furia: “Tomar la ciudad por asalto. Ese era nuestro anhelo. Me pregunto qué hubiera pasado si en vez de mandar la rabia a lo más hondo de nuestra alma travesti nos hubiésemos organizado. ¿Adónde nos llevó tragarnos el veneno?  A morir jóvenes”. La furia y la rabia contra la ciudad despiadada es arltiana, recorre los vaivenes trágicos del deseo de suicidio hasta la pasión destructiva. Pero ahí quedan ellas, solas y a la intemperie, como siempre. 

Interrupciones: La lectura supera la mitad de la novela; no descansó su intensidad ni la potencia de su historia desgarrada. ¿Podrá sostener esa trágica vivacidad en lo que resta leer, en el texto aún ilegible? ¿Qué interrumpe la irrupción crítica, qué modos de leer reformula y ensaya? 

Desde página 126 la lectura comienza a hallar respuestas a la interrogación precedente. Cuando el relato sostiene su espesor biografista o testimonialista el texto se hace potente, porque la historia y su tensión con el contexto lo son, pero el detallismo suele ser, a veces, repetitivo; con un gesto que riza el rizo se vuelve sobre escenas similares, que parecen ya leídas y suelen quitarle efectividad a esa  memoria desgarrada cuya intensidad brilla en la metaforización (por ejemplo en la escena donde una bruja cura a una moribunda: plano corto del límite irracional al que se somete al travestismo) y empalidece en la reiteración de situaciones que se parecen demasiado entre sí. No se adivina, ni se sospecha, ni siquiera se intuye, un final para esta historia y para estos sentidos de la historia. Esto podría verse, quizás, como un mérito de la formulación narrativa, intentando escapar de la previsibilidad. 

Una escena, promediando la lectura, se ofrece como clave de sentido total del texto: la Tía Encarna, con sus pechos inflados con aceite, pone a mamar a la bebé que cuidan en la casa. Una y otra vez, hasta que la utopía sucede: en lugar de aceites surge leche. Explota el símbolo de la novela toda en la imagen imposible de la conversión líquida, del travestismo imposible; el deseo se consuma como milagro en la pensión donde los milagros sucumben ante la contundencia de lo real. 

Lectura de la interrupción. La imponente tradición de hipotetizar lecturas después del punto final pesa y tensiona las lecturas parciales. La noción misma del supuesto sentido global desacomoda y perturba toda posibilidad de sentido fragmentario o provisorio, pero como el texto parcial se deja escribir, la escritura sucede; aparece entonces la inquietud de leer desde el todo los supuestos impedimentos de las partes. 

Como una zona culminante del relato, operando desde lo fantástico como simbología del sentido final del texto, el personaje de María transformándose en un pájaro resuelve mejor que todas las variables del anecdotismo (que por momentos satura el cuerpo novelesco) lo que se quiere decir, la escritura como deseo: “Esperamos durante meses que se le fortalecieran las alas…solo le crecieron garras en los pies. Finalmente quedó reducida a un pajarito de plomo que se que se limitaba a espiar desde el limonero del patio cómo transcurrían los días”. 

Desde la lectura que agotó su recorrido lineal se puede, ahora sí, ensayar la mirada retrospectiva, recoger los conceptos que las lecturas parciales hilvanaron: la intemperie del mundo,  el padre como un puño, la herida vulnerable, la incógnita belleza…

Última interrupción. La luz invade el Parque para expulsar a las travestis. Huye también la hipocresía cruel de los clientes y la amenaza furibunda de los móviles policiales: “Nosotras, las olvidadas, ya no tenemos nombre”, se lee en el final de la novela. Todo es, desde ahora, intemperie y desolación. En el Parque del nombre insigne, el Dante vuelve a pensar en su Beatriz, blanca, inalcanzable y pura. 

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