Pacto de mayo: cuando la palabra extravió su sentido
La historia argentina se deja leer desde sus textos. Desde las declaraciones de gobierno patrio o independencia hasta los “pactos preexistentes” a la Constitución. También desde textos no escritos que enuncian consensos históricos: el nunca más, la democracia como sistema, la educación pública como movilidad ascendente, la salud pública como derecho, la protección de la niñez, los derechos de las minorías. Ante tantas carencias que laceran nuestra historia, algunas gravísimas, como la desigualdad social o la indigencia creciente, esos textos señalan logros que trascienden gobiernos.
El Pacto de mayo que se propone como celebración epocal de ninguna manera se inscribe en ese recorrido de acuerdos, pactos y declaraciones. Y no solo por su fragilidad intelectual, sus contradicciones y carencias, su escritura de tono menor, más cerca de una proclama estudiantil que de un pacto histórico. Además de exponer vacíos conceptuales significativos (no hay mención alguna a la pobreza, al rol del Estado, a la producción, a la ética republicana, al servicio de justicia, a la división de poderes, a los derechos humanos, de la mujer, de ancianos o de minorías, al medio ambiente, a la innovación científica, a la soberanía, a la cultura…) el decálogo mezcla postulados de gobierno sobre la cuestión fiscal (negando su discusión) con otros como la propiedad privada, que ya es Ley en el Código Civil.
Se menciona la explotación de recursos naturales de las provincias, pero sin atender la sustentabilidad ambiental ni social de esa explotación. Se subraya el respeto por los aportantes jubilatorios sin incluir a quienes fueron víctimas del no aporte de sus empleadores. Se postula la baja de impuestos sin especificar a qué clases sociales atenderá esa baja y a qué clase social o políticas nacionales afectará la baja presupuestaria.
Pero el punto que se debe focalizar con atención es el referido a educación, incluido según se dice por gobernadores. La mención a la educación olvida el adjetivo clave: pública, que nunca es mencionado. Tampoco se habla de educación terciaria ni universitaria. Y sí se usa el adjetivo de “útil” para definir al hecho educativo, que en realidad tiene que ver con el ser, con solo con el hacer utilitario. Cuando se entiende a la educación al servicio del mercado ocurren estos desatinos y se pierde de vista el verdadero sentido de la educación pública, obligatoria y gratuita que debió ser mencionada de ese modo y no es lo que se lee. Sí leemos una apelación a la alfabetización plena en un país donde ese no es el problema educativo central (98,5 % de alfabetización contra un promedio regional de 94%). La calidad educativa, la capacitación docente a cargo del Estado, los mejores salarios, las becas como sostén, la distribución de libros y materiales y la inversión en infraestructura sí son cuestiones que los gobernadores deberían reclamar en el Pacto y en la realidad, si de verdad postularan una educación mejor y no una conveniencia ocasional.
Lejos de aquellos pactos históricos, este decálogo de pobre espesor y pródigo en vacíos y contradicciones, opaca y desprestigia la imagen de quienes lo formulan y debilita la de quienes lo firman, pareciera, sin leerlo. Como si las palabras hubiesen extraviado su sentido en el fondo amargo de la historia.